A continuación algunos fgts. leídos durante la Presentación:
PRÓLOGO
DE RICARDO HALAC:
A la visio debe seguir la misio, dicen los que
han estudiado el fenómeno de la creación. Una visión primera, que sucede
generalmente en la adolescencia prefigura lo que viene; a esto sigue una
misión, que es una militancia en la vida adulta. Seguramente Spinoza tuvo una visio
muy poderosa de joven para consagrar la vida a escribir un libro, la
“Ética”, hoy dramáticamente de moda -y que tiene mucho que ver con el libro de
Manzanal-, donde se postula que la potencia humana aumenta o disminuye según
quiénes nos afectan. Y por potencia Spinoza entiende la capacidad de
actuar y de pensar. Y los que hacemos teatro somos muy concientes de la
eficacia material de esta premisa. Teatro no se hace solo, sino con muchos que
se eligen. Si se eligen bien, el resultado es superior.
Rapto, es
una palabra rica en acepciones. En su versión más corriente, la que escuchamos
por televisión o leemos en los diarios de gran tirada, significa robo,
secuestro; pero también quiere decir arrebato, arranque y hasta éxtasis,
embeleso. Esto último tiene que ver con el tema mitológico griego del
rapto de las Musas, que invito a estudiar; de ahí viene también nuestro uso
vulgar de “esperé a las musas para inspirarme”. Democratizar el rapto, sentir
que todos pueden vivir ese instante -aunque no sean genios-, es también
objetivo de Filosofía de la técnica teatral.
CUERPO
DEL TRABAJO:
El arte teatral, como si fuera poca cosa, enseña a saber
‘quién soy’, enseña que la dirección de la mirada conduce ni más ni menos que
hacia aquel con quien se habla, no a otro –incluso aunque no fuera el destinatario
de los dichos–, enseña que la prosodia de Rimbaud (“Yo he tendido cuerdas de
campanario a campanario; guirnaldas de ventana a ventana; cadenas de oro de
estrella a estrella, y danzo”) proyecta la comunicación más lejos y por encima
de uno y los demás. También consiste en la aceptación de ciertas leyes: Deus
ex machina indica que en cualquier momento puede aparecer una Voz Superior
que señale el próximo paso. Ésa es la fe del teatro: la creencia fervorosa en
un dios que no se sabe cuál será. Por eso profesa una especie singular de
ateísmo que reside no en no creer en un Dios único sino en no creer en la fe de
los que dicen saber de quién se trata.
Las problemáticas fundamentales tratables en el teatro
provocan que la filosofía encuentre en el desenvolvimiento psicofísico terreno
a través del cual manifestarse, volviéndose así una filosofía práctica. La
demostración está en que el público, antes que ver a un ser moviéndose,
reconoce una línea de pensamiento. Todo el trabajo del actor debe estar
cimentado por vías del pensar que impidan comportarse incoherentemente al tomar
una actitud, en aras de estar pendiente de otra cosa. La filosofía teatral se
explaya transversalmente durante el recorrido de esas vías, es decir, habla a
través de lo que no se dice.
¿Cuál
es la verdad a la que se aspira acariciar, por la que es imprescindible el
trabajo y a la cual resulta una facultad impostergable dar forma y estructura?
¿Qué inclinación hace a un individuo amante de la verdad?, ¿una condición
natural? Y su necesidad de manifestación de esa verdad a través del cuerpo, ¿de
dónde brotó?, ¿es un bajar la verdad filosófica –la que han rebuscado los
filósofos a lo largo de todas las épocas– a una imagen del cuerpo que fluya en
oposición tenaz con la cosmética corporal que impera en los tiempos presentes?
Entonces, ¿es una manera de enfrentar el presente?, y en tal caso, ¿no obedece
sin más a que el teatro fue un vehículo propicio de enfrentamiento a lo falso
desde la antigüedad más remota?
De
la totalidad a la parcialidad, de ésta a lo que puede volverse acción, y
finalmente de la acción a lo comunicable (que es una generalización posible).
Algo así sería el paso de la verdad filosófica a la verdad teatral –la verdad
de la mente al cuerpo–, pero no sentida como degradación sino como la
aceptación de los recursos humanos para acceder a la verdad. Y no significa en
absoluto una responsabilidad menor: Chaplin, encarnando al fhürer, juega con el
mundo como si fuera una pelota; Atlas, en contrapartida, carga pesadamente con
el globo sobre sus hombros. Ambos están irrevocablemente fuera del mundo; uno
disfruta, el otro lo sufre, ninguno de los dos lo posee ni se posee. Sus
responsabilidades respectivas representan una imagen exterior que hace de uno
el mito enloquecido de la megalomanía, y del otro el fruto neurótico del
sacrificio. La responsabilidad consiste en estar dentro, en haber penetrado, en
animarse a cruzar las barreras, no del mundo, pues éste no varía su
conformación, sino de uno mismo en pos de dar aliento a su precariedad por un
lado, a su miniaturez, y por el otro a la inmensa capacidad de, justamente, no
quedar fuera ni por exceso ni por defecto.
Cuenta
Platón en su “Protágoras” la manera en que éste difunde la distribución de
cualidades entre especies para que pudieran sobrevivir; en el reparto, el
género humano quedó sin equipar, por eso Prometeo robó a los dioses el fuego y
la habilidad mecánica, con lo que el hombre conseguiría abrigo, protección,
defensa y capacidad para procurarse alimento, fundar ciudades y hasta emitir
sonidos articulados. Más tarde Zeus condenó a Prometeo por su delito y envió a
Hermes a que trajera el respeto recíproco y la justicia como principios
ordenadores de las comunidades humanas.
Bien,
el teatro es el hurto del fuego y de la articulación, es la condena por tal
acto, y en su desdoblamiento es el aporte de la solidaridad y la concordia,
casi un arte político. También es la reflexión sobre lo que atenta contra todas
estas capacidades, evidentemente un arte filosófico. Todo eso hay que aprender.
Podría definirse a Protágoras como el primer dramacrático –hombre de teatro– y
a Prometeo como el primer actor (no casualmente es además protagonista de una
de las tragedias más antiguas). Ambos representan el combate entre padecer a la
luz y cobijarse en la oscuridad. Trabajar por la verdad es sublevarse frente a
una distribución mentirosa y frente al resto de las mentiras, entre ellas las
del propio cuerpo: las que reducen justamente la territorialidad humana a una
distribución primaria de cualidades. El teatro debe adscribir al ‘protagorismo’.
Filosofar
no debe ser visto como una manera de pensar la realidad sino como la consecuencia
de accionar sobre ella para reinterpretarla (interpretación a priori + acción
+ relevamiento = reinterpretación), a lo que hay que incluirle diversas alternativas
concretas por las cuales entrarle a los diversos asuntos.
La
filosofía práctica en el teatro no tiene que ver con ‘el bien vivir’, que suele
plantearse como justificación teorética de posturas filosóficas actuales, ni
con la búsqueda de la felicidad, en términos de una ética que ha disparado en
tiempos inclementes como los que transitamos una especie de ‘escuela de vida’ o
estímulos de ‘autoayuda’ –a los cuales no les quitamos los méritos que cada
quien pueda atribuirles. Consideramos que EL TEATRO ES UNA MANERA PRÁCTICA DE
FILOSOFAR, de enfrentarse a los valores establecidos, a los modelos de
conductas e interrelaciones entre los actantes y de los actantes con los
Mundos Posibles (reiteramos: CUALQUIER COSA PUEDE SUCEDER, Y NO SÓLO ESO, ESTÁ
LLAMADA A HACERLO), a través de una verdad que es tal en tanto se construye. Y
es de esa construcción de donde emana el sentido del placer o de la frustración
que se debe generar en quien experimente semejantes debatimientos. La Filosofía en el teatro
consiste en encontrar desde el exterior la verdad interior. Hay que
internalizar, p.e., que el hecho de hacer la guerra es un acto cobarde, pues se
mata a quien ni siquiera se conoce por temor a que éste haga lo propio con uno;
entonces se trata de hacer la guerra en escena y recibir en pago las ofrendas
que se destina a los héroes para notar en carne propia tamaño disparate. O
rezar para que se salve X ¿a quién? En escena sólo estamos él y yo, eso es
tajante, lacerante, patético. La escena sólo nos concede rezarle al propio X,
al implicado, sin terceros en discordia, porque allí sí de manera flagrante
nadie se ocupará de mí como no sean las personas, objetos o efectos, que junto
conmigo SON LA ESCENA.
El
filósofo debe ocuparse de todo para quedarse con algo; la filosofía del hombre
de teatro difiere en que ocupándose de algo habrá de quedarse con todo. Las
cualidades de quien afronta la experiencia de sí mismo componen el subconjunto
privilegiado dentro del conjunto universal, y tal privilegio es convocado por
la fracción de determinación que lo embarca sin más en ellas. Una alumna
escribió una vez, tras su experiencia en los talleres: ‘La búsqueda es
filosófica a la vez que técnica. Existencial a la par que somática. Se trata de
elucubrar un plan de acción, en el sentido de activar aristas dormidas, de
embarcarse en un navío sin destino pero con arrojo. Se trata, en fin, de dar
forma a lo informe’.
Interesarse por las diversidades de la interpretación –como
mecanismo natural para la comprensión–, por lo literario o lo psicológico, por
lo estético, por la importancia de ciertas palabras o réplicas, por las alternativas
de subtextos, es algo así como interesarse por la mitología. Todo se presenta
como un gran entrecruzamiento de mitos que se explican y desdicen unos a
otros, que convierten las relaciones en jerarquías y los objetos de deseo en
destinos inexorables. La mitología, por ejemplo, es puramente teatral en la
medida que parte de una estructura creada para contener en ella la creación
posible de cualquier otra estructura.
Lo
racional es una superestructura que opera siempre, pero en la actividad
artística hay una dosis de intuición o irracionalidad que se cuela y da color a
la comprensión de lo que hacemos. Tal vez incluso guía esa comprensión, si
admitimos que se trata inevitablemente de la adopción de un punto de vista
sobre el asunto, y si, además, ponemos en consideración la posibilidad de un
reconocimiento de leyes que resulten una novedad para la razón. En conclusión,
Teatro: feria de novedades para la razón (arte incrementado por novedades
instantáneas). Releva un fluir recursivo (que se repite) cuyo freno lo inserta
la competencia (la capacidad de seguir el hilo) y no la ejecución (el simple
acto, que, como se ve, es ilimitado por naturaleza, es decir, desborda a la
razón). La búsqueda de la verdad es la incautación de los vacíos personales:
resulta de su ubicación y de lo apoteótico de confiar en que se los pueda
llenar con algo edificante.
Lo
verdadero brota de una bifurcación entre la emoción causa y la causada. Es preciso
trascender la propia disposición anímica, y esto se logra indirectamente: puede
que la emoción personal sea un sustento propicio para la acción/reacción
teatral, mas al abrirse, al salir de su caja íntima, impone la verosimilitud al
ser (el ser es aquí todo lo que rodea a la emoción). La verosimilitud cuenta,
relata; el teatro no tiene límites argumentales justamente por eso. Ni las
lenguas diferentes se oponen, pues tal capacidad de relatar ad infinitum universaliza
el discurso teatral. No anoticia. Casi se podría decir que distrae, y el
conjunto de sus efectos distractores funciona espiraladamente hacia un centro
de atención, adquiriendo así pareja resonancia con el relato (los efectos
distractores de lo cotidiano viajan hacia centros de atención no siempre
vinculados entre sí). Aceptación del ritual –en carácter de sacerdotes o de
iniciados, da igual– que consigue reflejar lo que encierra un quehacer vehemente,
por una parte, y lo que ilumina un sector de la realidad, por la otra: la
realidad teatral incluye, como microestructura de la realidad total, principio,
secuencia, clímax, resolución, y como toda realidad se sostiene en el
conflicto, en fuerzas que accionan unas sobre otras; sólo en el modo en que se
engarzan todos estos constituyentes y en la aceptación de la teatralidad,
radica su sustancia ficcional. Creer conduce hacia el ritual: éste se configura
en base a la comprensión de los asuntos, la práctica de los objetivos claros,
la percepción de los estados internos, la exteriorización de esos estados
mediante esquemas corporales y actitudinales, localización de circunstancias
tanto espaciales como temporales, fomento de la interrelación –en donde entra
asimismo la noción de ‘diálogo amplificado’, refiriéndose a la multirreceptividad–,
descubrimiento de características convencionales y nuevas de los objetos,
atención a efectos motivadores externos (sonido, movimientos paralelos, apariciones),
valor de las pausas, valor de los silencios, valor de los ‘tempos’, valor de
los ritmos, coherencia y cohesión interpretativas, evolución y crecimiento,
gusto por las formas, importancia del mensaje efectivo, el estilo y la
contextualización (el antes, el hic et nunc, la imprevisión del después).
Aún
así el misterio permanece inexplorado y sólo salva aproximaciones; un producto
teatral revela la confianza del hombre en hallar su potestad sobre la textura
de lo desconocido. No hay primera vez en el teatro: recomienza lo ya gestado.
Es imposible que el hecho sea traspasado a un iniciado sin una presciencia apta
para su reinicio. La confianza puede encenderse previo posicionarse, tras lo
cual es válido encontrar dispositivos para guiarla.
La
verdad frente a la que se inclina el teatro no es religiosa, por ende no
implica credos; ni es metafísica, por ello no se instala en doctrinas ni es
utilidad de revelaciones en clave; no es política, por ello no es partidaria;
no es científica, es decir, no obedece a métodos cerrados ni a programas
estocásticos; no tiene que ver con la verdad lógica, pues escapa a los silogismos
y las sentencias, ni tiene que ver con la verdad formal, ya que rehúye pruebas
y jurisprudencias; tampoco es una verdad artística, en virtud de que debe responder
por lo que provoca, sin contar con la prerrogativa de inmunidad para sus
factótumes.
La
verdad que el teatro persigue no es cultural, porque permanece desde siempre
la misma, a través del tiempo y fuera de toda geografía precisa, y no es
inclusive sentimental, ya que exprime el cerebro antes que el corazón, aun siendo
su diseño más cercano a la órbita afectiva de los intervinientes que a su
proclividad al razonamiento abstruso y a la extrapolación de conclusiones a
cada paso. O sea, no es del corazón, pero allí penetra.
¿Hacia
dónde entonces deberá proyectarse esa tal creencia sobre la que se edifica el
monumental tesoro de la composición escénica? No es algo sencillo de responder,
pero al menos podemos elucubrarlo, hacer alguna conjetura al respecto: se
trata de una piedra de tres vértices, el hacedor, lo que hace y el testigo de
los sucesos. En ningún otro caso pasa parecido: cualquier situación combina
dos de estos elementos o puede llegar a autoabastecerse. Con lo cual podríamos
aseverar que estos tres elementos nutriéndose recíprocamente son la verdad
teatral (que puede, sin más, suscitarse aun fuera del teatro). Es así que no
se la puede hacer ingresar en estadística alguna ni en códice de conductas ni
en manual de historia: estamos hablando de un conjunto de fuerzas
interactuando, dejando huellas, estructurándose y reestructurándose casi al
unísono con el acontecer, modificando su marco a la vez que se agiganta su
insistencia en la proclama, atreviéndose al dictamen sin palidecer pese a lo
controvertido de las posiciones que puede llegar a fijar (son famosas las piezas
sobre grandiosos dictadores, que han transformado a sus personajes, por la
calidad de las acciones representadas, por el realce de sus textos y la
profundidad de sus tratamientos, en auténticos estigmas en donde admirar ‘el
grado exhibido de humanidad’, y por lo tanto en espejos donde mirarse).
La
verdad teatral resulta un modelo, en tanto consigue, casi como desde un laboratorio
de biogenética, que en el ESPACIO que utiliza como rampa se manifiesten los
aspectos de la realidad de modo cauterizado y ajustado a volumen (por más
increíbles que resulten), como además no llega a suceder ni siquiera en la
articulación ordinaria del vivir. Se regulan los caracteres, los pareceres, los
entornos y las instancias, hasta arribar a una ‘autorregulación’ de la
totalidad, que compite en organicidad con lo real cotidiano, pero, a su favor,
exenta de lo que pueda dañar el núcleo, de lo que distrae y de lo que
desempareja las energías comparecientes al asunto (nunca sonará una llamada en
medio de un suceso que llegue a alterarlo en disonancia: si suena tendrá que
ver con él).
Así,
invita a una credibilidad esférica (como la que tenemos de un sistema universal
de cuerpos flotantes que se revelan a nuestros sentidos primarios), a todas
las, como decíamos, corazonadas posibles, a la mayor de las plegarias
–consistente en no dejar de ser uno ni un solo instante (ni como autor, ni como
actor, ni como director, ni como artífice de lo parateatral, ni como público)
para que funcione tesoneramente la verosimilitud. Esto quiere decir, basta
‘verificar’ que todos esos motores están encendidos, para no tener siquiera
que apelar al rezo ni a la reflexión oscurantista en afán de adueñarnos de la
verosimilitud y sus consecuencias. Ello conlleva una tremenda responsabilidad
para quienes las sostienen, haciendo que el trabajo de preparación para acceder
a tamaño privilegio sea una pauta de vida, una vía selecta de orientación, un
faro cuya métrica dictaminará disciplina y regularidad, pues sabe que pone en
juego el destino de ‘todo lo que llega’ (y que por lo tanto también ha partido
en algún momento).
Esta
verdad se supera a sí misma, pues en el acto de erigirse se admite no
irrefutable, entonces anula la contienda y la asistencia de razón a unos u
otros. A cada quien le toca la parte que sea capaz de admitirle y reconocerle.
El maestro, o incluso el director, deben
animarse a proclamar:
Aquí, soy tu Dios. Pero a cambio de que no me rindas
tributo. Eso sí, sólo aquí. Y ahora. Mi mayor otorgamiento es la fe que vayas a
tenerme sin necesidad de oración. Porque será una fe tuya, propia, fe en lo
que surge de ti por el camino que se te señala como si fuese el mejor. Total,
no hay camino mejor. Y la imagen que se te presenta como atractivo a seguir,
provenga de donde provenga, viene de ti. Pesa en tu interior. No es volátil.
Ni pasajera. Ni prestada. Se incrusta en ti. Se incrusta en los otros si te
atreves a ella. Y tus palabras resuenan en todos los oídos a partir de este
momento. En los que te escuchan y en los que no. Porque pertenecen a partir de
ahora a un Discurso Universal que ni siquiera hace falta que sea pronunciado.
Aunque tú sí piensas en pronunciar tu parte y por ello te preparas para
hacerlo. Y entre tú y yo –y también los otros parece que quieren– hacemos que la
verdad sea posible. Ya que no hay nada más verdadero que aquello que se construye.
No hay verdades dadas. Incluso, juntos nos volvemos conscientes de que cada
verdad no es más que el pretexto para la edificación de la próxima. Todas las
verdades, así, son un pretexto. Nunca un texto ni un texto una verdad. Ni
siquiera piedras basales, porque están apoyadas en otras piedras más
profundas. Peldaños. A través de los cuales asciendes. ¿Hacia dónde? Hacia tu
altura. La que fija tus límites y te muestra que no los hay. Que son sólo
mojones. Pero que está bien andar con un diseño de uno mismo para no
entorpecerse ni extremarse ni menoscabarse. Déjame ayudarte en éste, tu diseño.
Ser madre tuya para enseñarte pero al mismo tiempo apañarte. Ser tu padre para
obligarte pero a la vez guiarte. Te devuelvo a cambio que únicamente tengas que
hacerle caso a tu voluntad. Déjame alimentar tu voluntad. Y confía en las de
quienes te acompañan a lo largo de semejante derrotero. Nos volvemos especie,
paradigma, sendero. Unos a otros y para los demás. Déjame creer en ello y
créeme, porque allí, del otro lado, en algún lado, nos buscan. Déjalos hacerlo.
Tal vez en esa condición estemos unidos todos. Y eso
signifique que tu trabajo personal también les corresponde. Que nos hemos
elegido entre todos para sentirnos correspondidos. Vale la pena el desgaste, el
esfuerzo, la insistencia. Nunca estaremos completos, suficiente motivo para que
tu Dios, sea yo o quienquiera, se convierta en un indicio claro de la
insuficiencia. Y que sea tan insuficiente como para mantenerte en vilo ante la
sospecha de no existir más que en tu práctica y en tu vibración translúcida.