lunes, 30 de septiembre de 2013

TeTeBA en Jornadas de Filosofía

TeTeBa participó de las Jornadas de Filosofía en el Joaquín, con una ponencia de uno de sus integrantes, Pablo Cortez, sobre "La filosofía del actor"; al mismo tiempo se presentó el libro "Filosofía de la técnica teatral" (Indagación sobre las conexiones entre lo vivencial y la teatralidad) de su Director Gustavo Manzanal.


A continuación algunos fgts. leídos durante la Presentación:

PRÓLOGO DE RICARDO HALAC:
A la visio debe seguir la misio, dicen los que han estudiado el fenó­meno de la creación. Una visión primera, que sucede generalmente en la adolescencia prefigura lo que viene; a esto sigue una misión, que es una militancia en la vida adulta. Seguramente Spinoza tuvo una visio muy po­derosa de joven para consagrar la vida a escribir un libro, la “Ética”, hoy dramáticamente de moda -y que tiene mucho que ver con el libro de Man­zanal-, donde se postula que la potencia humana aumenta o disminuye se­gún quiénes nos afectan. Y por potencia Spinoza entiende la capacidad de actuar y de pensar. Y los que hacemos teatro somos muy concientes de la eficacia material de esta premisa. Teatro no se hace solo, sino con muchos que se eligen. Si se eligen bien, el resultado es superior.

Rapto, es una palabra rica en acepciones. En su versión más corrien­te, la que escuchamos por televisión o leemos en los diarios de gran tirada, significa robo, secuestro; pero también quiere decir arrebato, arranque y hasta éxtasis, embeleso. Esto último tiene que ver con el tema mitológico griego del rapto de las Musas, que invito a estudiar; de ahí viene también nuestro uso vulgar de “esperé a las musas para inspirarme”. Democratizar el rapto, sentir que todos pueden vivir ese instante -aunque no sean genios-, es también objetivo de Filosofía de la técnica teatral.


CUERPO DEL TRABAJO:
El arte teatral, como si fuera poca cosa, enseña a saber ‘quién soy’, enseña que la dirección de la mirada conduce ni más ni menos que hacia aquel con quien se habla, no a otro –incluso aunque no fuera el destina­tario de los dichos–, enseña que la prosodia de Rimbaud (“Yo he tendido cuerdas de campanario a campanario; guirnaldas de ventana a ventana; cadenas de oro de estrella a estrella, y danzo”) proyecta la comunicación más lejos y por encima de uno y los demás. También consiste en la acep­tación de ciertas leyes: Deus ex machina indica que en cualquier momento puede aparecer una Voz Superior que señale el próximo paso. Ésa es la fe del teatro: la creencia fervorosa en un dios que no se sabe cuál será. Por eso profesa una especie singular de ateísmo que reside no en no creer en un Dios único sino en no creer en la fe de los que dicen saber de quién se trata.
Las problemáticas fundamentales tratables en el teatro provocan que la filosofía encuentre en el desenvolvimiento psicofísico terreno a través del cual manifestarse, volviéndose así una filosofía práctica. La demostración está en que el público, antes que ver a un ser moviéndose, reconoce una línea de pensamiento. Todo el trabajo del actor debe estar cimentado por vías del pensar que impidan comportarse incoherentemente al tomar una actitud, en aras de estar pendiente de otra cosa. La filosofía teatral se ex­playa transversalmente durante el recorrido de esas vías, es decir, habla a través de lo que no se dice.

¿Cuál es la verdad a la que se aspira acariciar, por la que es impres­cindible el trabajo y a la cual resulta una facultad impostergable dar forma y estructura? ¿Qué inclinación hace a un individuo amante de la verdad?, ¿una condición natural? Y su necesidad de manifestación de esa verdad a través del cuerpo, ¿de dónde brotó?, ¿es un bajar la verdad filosófica –la que han rebuscado los filósofos a lo largo de todas las épocas– a una imagen del cuerpo que fluya en oposición tenaz con la cosmética corporal que impera en los tiempos presentes? Entonces, ¿es una manera de enfrentar el presente?, y en tal caso, ¿no obedece sin más a que el teatro fue un vehículo propicio de enfrentamiento a lo falso desde la antigüedad más remota?
De la totalidad a la parcialidad, de ésta a lo que puede volverse ac­ción, y finalmente de la acción a lo comunicable (que es una generalización posible). Algo así sería el paso de la verdad filosófica a la verdad teatral –la verdad de la mente al cuerpo–, pero no sentida como degradación sino como la aceptación de los recursos humanos para acceder a la verdad. Y no significa en absoluto una responsabilidad menor: Chaplin, encarnando al fhürer, juega con el mundo como si fuera una pelota; Atlas, en contrapar­tida, carga pesadamente con el globo sobre sus hombros. Ambos están irre­vocablemente fuera del mundo; uno disfruta, el otro lo sufre, ninguno de los dos lo posee ni se posee. Sus responsabilidades respectivas representan una imagen exterior que hace de uno el mito enloquecido de la megaloma­nía, y del otro el fruto neurótico del sacrificio. La responsabilidad consiste en estar dentro, en haber penetrado, en animarse a cruzar las barreras, no del mundo, pues éste no varía su conformación, sino de uno mismo en pos de dar aliento a su precariedad por un lado, a su miniaturez, y por el otro a la inmensa capacidad de, justamente, no quedar fuera ni por exceso ni por defecto.

Cuenta Platón en su “Protágoras” la manera en que éste difunde la distribución de cualidades entre especies para que pudieran sobrevivir; en el reparto, el género humano quedó sin equipar, por eso Prometeo robó a los dioses el fuego y la habilidad mecánica, con lo que el hombre consegui­ría abrigo, protección, defensa y capacidad para procurarse alimento, fun­dar ciudades y hasta emitir sonidos articulados. Más tarde Zeus condenó a Prometeo por su delito y envió a Hermes a que trajera el respeto recíproco y la justicia como principios ordenadores de las comunidades humanas.
Bien, el teatro es el hurto del fuego y de la articulación, es la con­dena por tal acto, y en su desdoblamiento es el aporte de la solidaridad y la concordia, casi un arte político. También es la reflexión sobre lo que atenta contra todas estas capacidades, evidentemente un arte filosófico. Todo eso hay que aprender. Podría definirse a Protágoras como el primer dramacrático –hombre de teatro– y a Prometeo como el primer actor (no casualmente es además protagonista de una de las tragedias más antiguas). Ambos representan el combate entre padecer a la luz y cobijarse en la os­curidad. Trabajar por la verdad es sublevarse frente a una distribución mentirosa y frente al resto de las mentiras, entre ellas las del propio cuerpo: las que reducen justamente la territorialidad humana a una distribución primaria de cualidades. El teatro debe adscribir al ‘protagorismo’.
Filosofar no debe ser visto como una manera de pensar la realidad sino como la consecuencia de accionar sobre ella para reinterpretarla (in­terpretación a priori + acción + relevamiento = reinterpretación), a lo que hay que incluirle diversas alternativas concretas por las cuales entrarle a los diversos asuntos.
La filosofía práctica en el teatro no tiene que ver con ‘el bien vivir’, que suele plantearse como justificación teorética de posturas filosóficas ac­tuales, ni con la búsqueda de la felicidad, en términos de una ética que ha disparado en tiempos inclementes como los que transitamos una especie de ‘escuela de vida’ o estímulos de ‘autoayuda’ –a los cuales no les qui­tamos los méritos que cada quien pueda atribuirles. Consideramos que EL TEATRO ES UNA MANERA PRÁCTICA DE FILOSOFAR, de enfrentarse a los valores establecidos, a los modelos de conductas e inte­rrelaciones entre los actantes y de los actantes con los Mundos Posibles (reiteramos: CUALQUIER COSA PUEDE SUCEDER, Y NO SÓLO ESO, ESTÁ LLAMADA A HACERLO), a través de una verdad que es tal en tanto se construye. Y es de esa construcción de donde emana el sentido del placer o de la frustración que se debe generar en quien experimente semejantes debatimientos. La Filosofía en el teatro consiste en encontrar desde el exterior la verdad interior. Hay que internalizar, p.e., que el hecho de hacer la guerra es un acto cobarde, pues se mata a quien ni siquiera se conoce por temor a que éste haga lo propio con uno; entonces se trata de hacer la guerra en escena y recibir en pago las ofrendas que se destina a los héroes para notar en carne propia tamaño disparate. O rezar para que se salve X ¿a quién? En escena sólo estamos él y yo, eso es tajante, lacerante, patético. La escena sólo nos concede rezarle al propio X, al implicado, sin terceros en discordia, porque allí sí de manera flagrante nadie se ocupará de mí como no sean las personas, objetos o efectos, que junto conmigo SON LA ESCENA.
El filósofo debe ocuparse de todo para quedarse con algo; la filosofía del hombre de teatro difiere en que ocupándose de algo habrá de quedar­se con todo. Las cualidades de quien afronta la experiencia de sí mismo componen el subconjunto privilegiado dentro del conjunto universal, y tal privilegio es convocado por la fracción de determinación que lo embarca sin más en ellas. Una alumna escribió una vez, tras su experiencia en los talleres: ‘La búsqueda es filosófica a la vez que técnica. Existencial a la par que somática. Se trata de elucubrar un plan de acción, en el sentido de activar aristas dormidas, de embarcarse en un navío sin destino pero con arrojo. Se trata, en fin, de dar forma a lo informe’.
Interesarse por las diversidades de la interpretación –como mecanis­mo natural para la comprensión–, por lo literario o lo psicológico, por lo estético, por la importancia de ciertas palabras o réplicas, por las alterna­tivas de subtextos, es algo así como interesarse por la mitología. Todo se presenta como un gran entrecruzamiento de mitos que se explican y des­dicen unos a otros, que convierten las relaciones en jerarquías y los objetos de deseo en destinos inexorables. La mitología, por ejemplo, es puramente teatral en la medida que parte de una estructura creada para contener en ella la creación posible de cualquier otra estructura.
Lo racional es una superestructura que opera siempre, pero en la actividad artística hay una dosis de intuición o irracionalidad que se cuela y da color a la comprensión de lo que hacemos. Tal vez incluso guía esa comprensión, si admitimos que se trata inevitablemente de la adopción de un punto de vista sobre el asunto, y si, además, ponemos en consideración la posibilidad de un reconocimiento de leyes que resulten una novedad para la razón. En conclusión, Teatro: feria de novedades para la razón (arte incrementado por novedades instantáneas). Releva un fluir recursivo (que se repite) cuyo freno lo inserta la competencia (la capacidad de seguir el hilo) y no la ejecución (el simple acto, que, como se ve, es ilimitado por naturaleza, es decir, desborda a la razón). La búsqueda de la verdad es la incautación de los vacíos personales: resulta de su ubicación y de lo apoteó­tico de confiar en que se los pueda llenar con algo edificante.
Lo verdadero brota de una bifurcación entre la emoción causa y la causada. Es preciso trascender la propia disposición anímica, y esto se logra indirectamente: puede que la emoción personal sea un sustento propicio para la acción/reacción teatral, mas al abrirse, al salir de su caja íntima, im­pone la verosimilitud al ser (el ser es aquí todo lo que rodea a la emoción). La verosimilitud cuenta, relata; el teatro no tiene límites argumentales jus­tamente por eso. Ni las lenguas diferentes se oponen, pues tal capacidad de relatar ad infinitum universaliza el discurso teatral. No anoticia. Casi se podría decir que distrae, y el conjunto de sus efectos distractores fun­ciona espiraladamente hacia un centro de atención, adquiriendo así pare­ja resonancia con el relato (los efectos distractores de lo cotidiano viajan hacia centros de atención no siempre vinculados entre sí). Aceptación del ritual –en carácter de sacerdotes o de iniciados, da igual– que consigue reflejar lo que encierra un quehacer vehemente, por una parte, y lo que ilumina un sector de la realidad, por la otra: la realidad teatral incluye, como microestructura de la realidad total, principio, secuencia, clímax, resolución, y como toda realidad se sostiene en el conflicto, en fuerzas que accionan unas sobre otras; sólo en el modo en que se engarzan todos estos constituyentes y en la aceptación de la teatralidad, radica su sustancia ficcional. Creer conduce hacia el ritual: éste se configura en base a la com­prensión de los asuntos, la práctica de los objetivos claros, la percepción de los estados internos, la exteriorización de esos estados mediante esquemas corporales y actitudinales, localización de circunstancias tanto espaciales como temporales, fomento de la interrelación –en donde entra asimismo la noción de ‘diálogo amplificado’, refiriéndose a la multirreceptividad–, descubrimiento de características convencionales y nuevas de los objetos, atención a efectos motivadores externos (sonido, movimientos paralelos, apariciones), valor de las pausas, valor de los silencios, valor de los ‘tem­pos’, valor de los ritmos, coherencia y cohesión interpretativas, evolución y crecimiento, gusto por las formas, importancia del mensaje efectivo, el estilo y la contextualización (el antes, el hic et nunc, la imprevisión del después).
Aún así el misterio permanece inexplorado y sólo salva aproxima­ciones; un producto teatral revela la confianza del hombre en hallar su potestad sobre la textura de lo desconocido. No hay primera vez en el teatro: recomienza lo ya gestado. Es imposible que el hecho sea traspasado a un iniciado sin una presciencia apta para su reinicio. La confianza puede encenderse previo posicionarse, tras lo cual es válido encontrar dispositivos para guiarla.
La verdad frente a la que se inclina el teatro no es religiosa, por ende no implica credos; ni es metafísica, por ello no se instala en doctrinas ni es utilidad de revelaciones en clave; no es política, por ello no es partidaria; no es científica, es decir, no obedece a métodos cerrados ni a programas estocásticos; no tiene que ver con la verdad lógica, pues escapa a los silogis­mos y las sentencias, ni tiene que ver con la verdad formal, ya que rehúye pruebas y jurisprudencias; tampoco es una verdad artística, en virtud de que debe responder por lo que provoca, sin contar con la prerrogativa de inmunidad para sus factótumes.
La verdad que el teatro persigue no es cultural, porque permane­ce desde siempre la misma, a través del tiempo y fuera de toda geografía precisa, y no es inclusive sentimental, ya que exprime el cerebro antes que el corazón, aun siendo su diseño más cercano a la órbita afectiva de los intervinientes que a su proclividad al razonamiento abstruso y a la extra­polación de conclusiones a cada paso. O sea, no es del corazón, pero allí penetra.
¿Hacia dónde entonces deberá proyectarse esa tal creencia sobre la que se edifica el monumental tesoro de la composición escénica? No es algo sencillo de responder, pero al menos podemos elucubrarlo, hacer al­guna conjetura al respecto: se trata de una piedra de tres vértices, el hace­dor, lo que hace y el testigo de los sucesos. En ningún otro caso pasa pare­cido: cualquier situación combina dos de estos elementos o puede llegar a autoabastecerse. Con lo cual podríamos aseverar que estos tres elementos nutriéndose recíprocamente son la verdad teatral (que puede, sin más, sus­citarse aun fuera del teatro). Es así que no se la puede hacer ingresar en estadística alguna ni en códice de conductas ni en manual de historia: estamos hablando de un conjunto de fuerzas interactuando, dejando hue­llas, estructurándose y reestructurándose casi al unísono con el acontecer, modificando su marco a la vez que se agiganta su insistencia en la procla­ma, atreviéndose al dictamen sin palidecer pese a lo controvertido de las posiciones que puede llegar a fijar (son famosas las piezas sobre grandiosos dictadores, que han transformado a sus personajes, por la calidad de las acciones representadas, por el realce de sus textos y la profundidad de sus tratamientos, en auténticos estigmas en donde admirar ‘el grado exhibido de humanidad’, y por lo tanto en espejos donde mirarse).
La verdad teatral resulta un modelo, en tanto consigue, casi como desde un laboratorio de biogenética, que en el ESPACIO que utiliza como rampa se manifiesten los aspectos de la realidad de modo cauterizado y ajustado a volumen (por más increíbles que resulten), como además no lle­ga a suceder ni siquiera en la articulación ordinaria del vivir. Se regulan los caracteres, los pareceres, los entornos y las instancias, hasta arribar a una ‘autorregulación’ de la totalidad, que compite en organicidad con lo real cotidiano, pero, a su favor, exenta de lo que pueda dañar el núcleo, de lo que distrae y de lo que desempareja las energías comparecientes al asunto (nunca sonará una llamada en medio de un suceso que llegue a alterarlo en disonancia: si suena tendrá que ver con él).
Así, invita a una credibilidad esférica (como la que tenemos de un sistema universal de cuerpos flotantes que se revelan a nuestros sentidos primarios), a todas las, como decíamos, corazonadas posibles, a la mayor de las plegarias –consistente en no dejar de ser uno ni un solo instante (ni como autor, ni como actor, ni como director, ni como artífice de lo para­teatral, ni como público) para que funcione tesoneramente la verosimili­tud. Esto quiere decir, basta ‘verificar’ que todos esos motores están encen­didos, para no tener siquiera que apelar al rezo ni a la reflexión oscurantista en afán de adueñarnos de la verosimilitud y sus consecuencias. Ello conlle­va una tremenda responsabilidad para quienes las sostienen, haciendo que el trabajo de preparación para acceder a tamaño privilegio sea una pauta de vida, una vía selecta de orientación, un faro cuya métrica dictaminará disciplina y regularidad, pues sabe que pone en juego el destino de ‘todo lo que llega’ (y que por lo tanto también ha partido en algún momento).
Esta verdad se supera a sí misma, pues en el acto de erigirse se ad­mite no irrefutable, entonces anula la contienda y la asistencia de razón a unos u otros. A cada quien le toca la parte que sea capaz de admitirle y reconocerle.

El maestro, o incluso el director, deben animarse a proclamar:

Aquí, soy tu Dios. Pero a cambio de que no me rindas tributo. Eso sí, sólo aquí. Y ahora. Mi mayor otorgamiento es la fe que vayas a tenerme sin ne­cesidad de oración. Porque será una fe tuya, propia, fe en lo que surge de ti por el camino que se te señala como si fuese el mejor. Total, no hay camino mejor. Y la imagen que se te presenta como atractivo a seguir, provenga de donde pro­venga, viene de ti. Pesa en tu interior. No es volátil. Ni pasajera. Ni prestada. Se incrusta en ti. Se incrusta en los otros si te atreves a ella. Y tus palabras re­suenan en todos los oídos a partir de este momento. En los que te escuchan y en los que no. Porque pertenecen a partir de ahora a un Discurso Universal que ni siquiera hace falta que sea pronunciado. Aunque tú sí piensas en pronunciar tu parte y por ello te preparas para hacerlo. Y entre tú y yo –y también los otros pa­rece que quieren– hacemos que la verdad sea posible. Ya que no hay nada más verdadero que aquello que se construye. No hay verdades dadas. Incluso, juntos nos volvemos conscientes de que cada verdad no es más que el pretexto para la edificación de la próxima. Todas las verdades, así, son un pretexto. Nunca un texto ni un texto una verdad. Ni siquiera piedras basales, porque están apoya­das en otras piedras más profundas. Peldaños. A través de los cuales asciendes. ¿Hacia dónde? Hacia tu altura. La que fija tus límites y te muestra que no los hay. Que son sólo mojones. Pero que está bien andar con un diseño de uno mismo para no entorpecerse ni extremarse ni menoscabarse. Déjame ayudarte en éste, tu diseño. Ser madre tuya para enseñarte pero al mismo tiempo apa­ñarte. Ser tu padre para obligarte pero a la vez guiarte. Te devuelvo a cambio que únicamente tengas que hacerle caso a tu voluntad. Déjame alimentar tu voluntad. Y confía en las de quienes te acompañan a lo largo de semejante derrotero. Nos volvemos especie, paradigma, sendero. Unos a otros y para los demás. Déjame creer en ello y créeme, porque allí, del otro lado, en algún lado, nos buscan. Déjalos hacerlo. Tal vez en esa condición estemos unidos todos. Y eso signifique que tu trabajo personal también les corresponde. Que nos hemos elegido entre todos para sentirnos correspondidos. Vale la pena el desgaste, el esfuerzo, la insistencia. Nunca estaremos completos, suficiente motivo para que tu Dios, sea yo o quienquiera, se convierta en un indicio claro de la insuficien­cia. Y que sea tan insuficiente como para mantenerte en vilo ante la sospecha de no existir más que en tu práctica y en tu vibración translúcida.